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DIMENSIONES CONTEMPORÁNEAS DEL BARROCO AMERICANO

Rodrigo Gutiérrez

CHARLA CREACIONES CONTEMPORÁNEAS EN EL SUR ANDINO

Este ensayo es el resultado parcial de una tarea de acopio y procesamiento de informaciones y análisis referentes a lo sucedido con el barroco americano desde finales del XVIII, época de su presunto declive, hasta la actualidad, con el auge del llamado neobarroco. Las lecturas y las ideas surgidas durante el transcurso, fueron llevando a otras y ampliando el campo, y advertimos la necesidad de fijarle límites. La decisión fue la de asumir un análisis de contextos del barroco y del arte popular durante el siglo XIX y, sobre todo, de la primera mitad del XX, poniendo especial hincapié en la presencia de ambos en la modernidad artística y arquitectónica latinoamericana, momento de su primera revalorización en firme, y en el que tiene lugar la construcción de identidades nacionales y americanas en las que el barroco tendrá un peso específico.


La delimitación de este campo de acción no carece de intencionalidad: en buena parte de las miradas que hoy se hacen sobre la época barroca como sustento conceptual e iconográfico del neobarroco, se suele dar un salto desde finales del XVIII hasta mediados del XX, cuando José Lezama Lima o Alejo Carpentier, desde el campo de la literatura, comienzan a difundir la idea de una “América barroca” como rasgo de inmanencia en el continente. Desde el ámbito de las artes, se suele hacer referencia al rescate y resignificación del barroco como reacción a la modernidad. Decidimos pues situarnos en ese espacio que aparece más bien apartado de los discursos neobarrocos, reivindicando el papel re-fundacional de las producciones que van desde la época de las independencias hasta el ecuador del siglo XX. En otras palabras, arrimarnos más a las tesis que proponen un “relato largo” del Barroco, que vendría desde el siglo XVII, que a las “hipótesis del retorno”.


En el marco señalado, es nuestro objetivo aquí poner en evidencia un conjunto de realidades válidas para reflexionar sobre el tema, comenzando con el siglo XIX, época de desconciertos para América y de intencionada invisibilización del barroco, y siguiendo con dos apartados dedicados a la primera mitad del XX, con las redenciones del barroco producidas desde el campo de la modernidad arquitectónica y de las vanguardias plásticas.


El siglo XIX. La era del desconcierto y la invisibilidad del Barroco


El proceso de contemporaneidad en la valorización del Barroco podemos iniciarlo, paradójicamente, en uno de sus momentos más oscuros, cuando, a finales del siglo XVIII y con la Ilustración como paradigma, parece tocar fondo. El academicismo impuesto desde España desmantela el bien engrasado sistema de talleres coloniales, bastión del barroco, para reemplazarlo por un insulso neoclasicismo que, a la postre, se manifestaría extraño a la sensibilidad americana; no sólo consideró al barroco como un “estilo bárbaro” sino que ni siquiera pudo aproximarse a los niveles de calidad del mismo.


Ese orden establecido desde la metrópoli “buscó destruir lo barroco y su aceptación popular, para recuperar el carácter autoritario de un despotismo miope, cuya veta ilustrada pero ahistórica era incapaz de comprender esa profunda realidad americana”. La ilustración europea, pues, se manifestó como una “segunda conquista”. Para peor, el barroco aparecía en el horizonte como sentenciado: en América, su identificación con “lo español”, hizo que se convirtiera en detestable tras el proceso emancipador.


Si la ilustración dio una estocada (finalmente no mortal) al barroco, el romanticismo, encarnado en los viajeros europeos y en los costumbristas populares americanos, propició la recuperación de ciertas esencias americanas. En parte su acción fue una tabla de salvación de valores de antaño. “Al pintar o litografiar paisajes urbanos incluyeron muy a menudo iglesias o palacios barrocos, en parte porque seguían siendo, a pesar de todo, las señales urbanas dominantes, en parte también porque su propio barroquismo insólito tenía también la calidad de exótico que ellos buscaban”.


Condenadas por un invisibilismo que mantendría buena parte de la historiografía del siglo XX, las pervivencias artísticas del barroco y las artes populares, que en gran medida actúan como sinónimos, atravesaron el XIX americano, siendo sus bastiones las ciudades y pueblos de provincia, y las zonas rurales, adonde los efluvios de la academia llegaron con sordina y a veces ni siquiera arribaron.


Fig. 1. Miguel Miguelzinho Dutra. Carmo e capela do Jazigo, Itu (1841). Acuarela sobre papel, 23 x 15.5 cm. Museo Paulista, São Paulo.


La resignificación de sus objetos y postulados llegará en las primeras décadas del XX, con la puesta en valor de la arquitectura colonial, la praxis neocolonial y la labor de los artistas de vanguardia, que ponen a sus pasados prehispánico y colonial, como asimismo a las artes y manifestaciones populares, en la senda de la modernidad americana, insertos en la búsqueda y consolidación de una identidad propia. Comenzaron un proceso de “redescubrimiento” sin solución de continuidad a partir de entonces, que fue poniendo en evidencia que el barroco nunca se había ido, que no pudo ser vencido por las operaciones voluntarias de mitigación y la invisibilización de sus imágenes externas. El tiempo lo reivindicaría como un momento de plena modernidad americana.


Fig. 2. Melchor María Mercado. República Boliviana. Mojos. Iglesia y parte del Colegio de Nuestra Señora de Concepción de Baures (1859). Acuarela, 33 x 21 cm. Archivo y Biblioteca Nacionales de Bolivia, Sucre (Bolivia).





La arquitectura neocolonial, modernidad con raíces propias


La versión latinoamericana de la recuperación de lo hispano en la arquitectura recibiría el nombre de Neocolonial, siendo uno de sus primeros ejemplos, la capilla del Panteón Inglés de México (1908-1909). El proceso de “redescubrimiento” del barroco y de las artes populares se ponía en marcha, y arquitectos y artistas formados en cánones de modernidad, comenzaban a mirar en otras direcciones a las que les habían inculcado en las escuelas. Muchos tuvieron sus “viajes iniciáticos”: el pintor José Sabogal pasó en 1918 de Tilcara a Cuzco, itinerario que consolidó de manera definitiva su inclinación indigenista; el arquitecto argentino Ángel Guido se dirigió a Perú vía Chile en los primeros meses de 1920, viaje que consolidaría su consustanciamiento con lo indígena y lo colonial altoperuano. Poco después, en México, Roberto Montenegro y Gabriel Fernández Ledesma parten con destino a Oaxaca, periplo revelador que dará origen a la Exposición Nacional de Artes Populares inaugurada en septiembre de 1921 y organizada por Montenegro y Jorge Enciso. En Brasil, José Marianno Filho y la Sociedad Brasileira de Bellas Artes patrocinan el viaje de Lúcio Costa a Diamantina en 1924, decisivo para su itinerario vital. En ese mismo año, Oswald de Andrade y Tarsila do Amaral acompañan al poeta Blaise Cendrars a recorrer Minas Gerais, quedando fascinados con el paisaje mineiro, la arquitectura barroca y la obra del Aleijadinho.

Fig. 3. Ángel Guido. Proyecto de Iglesia. Tinta y acuarela sobre papel, 40 x 30 cms. Del álbum Ensayo hacia el Renacimiento colonial. Proyecto de un Museo-Biblioteca, Rosario-Buenos Aires, c.1920. Ejemplar único. (Colección del autor).


Referimos recién al viaje de Lúcio Costa a Diamantina en 1924. Más de una década después comparten espacio en su tablero dos proyectos esenciales de su trayectoria y diametralmente opuestos: el edificio del Ministerio de Educación (Palacio Capanema) en Río de Janeiro, obra de rasgos corbusieranos y emblemática de la modernidad latinoamericana, y el Museo de las Misiones en São Miguel en el que plantea una suerte de vivienda de guaraníes a la que agrega paredes de vidrio; el edificio, en “L”, recupera la dimensión espacial de la antigua plaza adquiriendo una significación más allá de lo estrictamente formal.


Las maneras de la arquitectura neocolonial irán gozando de creciente fortuna en los diferentes países americanos, sea por apoyo oficial, sea para satisfacer deseos privados. El caso mexicano es emblemático: el neocolonial se convertirá, con José Vasconcelos en la Secretaría de Educación Pública, en imagen de estado, siendo cabal testimonio el pabellón mexicano para la exposición del centenario brasileño, en Río de Janeiro (1922), obra de Carlos Obregón Santacilia y Carlos Tarditi, una suerte de palacio colonial con fachada de iglesia que incorpora en el centro el escudo nacional. Pero si esto se promovía desde ámbitos oficiales, como una recuperación intencionada, había escenarios en que las pervivencias del barroco se daban con naturalidad atemporal: allí está por caso la magnífica iglesia de San Andrés Xecul en Guatemala (1919), barroco genuino y popular, demostrativo de su valor como arquitectura del lugar, al margen de cualquier incitación intelectual.


Fig. 4. Iglesia de San Andrés Xecul, Totonicapán, Guatemala (1919). (Foto del autor).


En buena medida la arquitectura neocolonial fue obra de arquitectos jóvenes, que vieron en ella una senda novedosa, a lo largo y ancho del continente. Fue fase inicial para nombres de la modernidad latinoamericana como Luis Barragán en México, Mauricio Cravotto en Uruguay, Juan Martínez Gutiérrez en Chile, Emilio Harth-Terré, Luis Miró Quesada, Héctor Velarde y Enrique Seoane Ros en Perú, Carlos Raúl Villanueva en Venezuela o el ya citado Lúcio Costa en Brasil.


En el caso de Barragán, activo en Guadalajara junto a Ignacio Díaz Morales y Rafael Urzúa, promueve la llamada “casa tapatía” de raigambre colonial, poniendo más el acento en el espacio que en la forma Villanueva diseñará en Caracas la reurbanización de El Silencio (1943-1945) con fachadas neocoloniales e incorporando las columnas panzudas típicas del barroco venezolano. Por su parte, Miró Quesada perfilará la Municipalidad de Miraflores que se inaugura en 1944.


En los años 40 el Neocolonial tendrá un reverdecimiento como arquitectura estatal, dictándose en varias geografías ordenanzas municipales que exigían, como en el caso de Salta (1954) construir en “estilo español o sus derivados”. En Chile, el “Plan Serena” (1946-1952) convertiría a la ciudad en un falso escenario colonial. En Venezuela, ciudades como Coro, Carora o Cají fueron prácticamente reconstruidas por gobiernos locales o propietarios privados convirtiéndose en urbes “más coloniales que en la propia colonia”.


Caso más sangrante fueron los procesos de demolición de edificios coloniales auténticos para construir en su lugar neocoloniales. Al reconstruirse la Plaza Mayor de Lima se destruyeron los portales de botoneros y escribanos y fueron sustituidos por edificios neocoloniales de Emilio Harth-Terré y José Álvarez Calderón (1944). Harth-Terré había sido autor del neocolonial Hotel de Turistas del Cuzco (1938), para cuya construcción se demolió la Casa de la Moneda (1695).


El barroco en las vanguardias latinoamericanas


En épocas recientes, al ser abordado el fenómeno contemporáneo conocido como “neobarroco”, se ha analizado su surgimiento en oposición a la modernidad, como si se tratara de un renacimiento y puesta en valor del barroco tras un largo periodo de soslayamiento, prácticamente desde finales del siglo XVIII. Echando la vista atrás, y repasando lo que ya hemos expuesto, esta aseveración se muestra inexacta: la modernidad latinoamericana incorporó con peso propio a lo barroco. Quizá la confusión nace de una canonización historiográfica consistente en una homogeneización internacional de las vanguardias, que no advierte las particularidades de las latinoamericanas: las nuestras, al intrínseco carácter de novedad, añadieron la potente variable de lo identitario.


Indudablemente, las vanguardias latinoamericanas aparecen en la historia como un eslabón más y no como una ruptura a la manera de las producidas por las europeas, ampliando así el sentido de aquella máxima de Atahualpa Yupanqui de que “para que crezcan los nietos no es necesario matar a los abuelos”: se plantea inclusive la necesidad de mantener vivos a esos abuelos.


En lo que atañe a la plástica contemporánea, el repertorio de artistas de la época que analizamos en cuyas obras quedan impregnados principios, maneras y elementos del barroco es extensísima. Del periodo que nos ocupa, y por citar un puñado de nombres, destacaremos la presencia de templos coloniales en las obras de los mexicanos Manuel Rodríguez Lozano o Abraham Ángel en México. Los retablos populares en general y los exvotos en particular, definen itinerarios para artistas como Frida Kahlo o María Izquierdo. El paisaje urbano y la arquitectura colonial están presentes en las obras quiteñas de José Enrique Guerrero, las cuzqueñas de José Sabogal y José Malanca, las cordobesas de Norah Borges y Fray Guillermo Butler. Y así un largo etcétera.


Artistas plásticos del modernismo brasileño, en consonancia con lo reseñado acerca de Lúcio Costa, tomarán al barroco mineiro como uno de sus centros de interés, convirtiendo a las iglesias, capillas y arquitecturas populares en hitos referenciales dentro del territorio. Ello queda claro en los cuadros de Tarsila do Amaral aun cuando siguiendo postulados de su maestro Fernand Léger “maquiniza” el paisaje, o las “japonizaciones” de Minas Gerais que encara Alberto Da Veiga Guignard.


Fig. 5. Alberto Da Veiga Guignard. Tarde de São João (1959). Óleo sobre lienzo, 40 x 30 cm. Colección Alberto y Priscila Freire.


Nos gustaría cerrar esta apretada presentación mencionando uno de los proyectos más notables de los llevados a cabo en Latinoamérica dentro de los lineamientos que venimos tratando, y que fue la acción plástica y conceptual de Víctor Mideros en Quito en las décadas centrales del siglo XX, tendente a asaltar metafóricamente la capital ecuatoriana con la integración de sus lienzos simbolistas y religiosos a diferentes espacios conventuales y residencias para convertirla en una “ciudad-museo” de trascendentes contenidos religiosos, recuperando significados de la época colonial. En ese proceso Mideros, quizá el más importante pintor simbolista del continente, contó con el apoyo de la Iglesia Católica, tensa ante el avance del liberalismo, y realizó series para la capilla de Sucre en la Catedral, el Carmen Alto, los jesuitas y sobre todo la Merced. Artista visionario, fue esencial en el reverdecer, como emblema nacional, de Santa Mariana de Jesús.


Fig. 6. Víctor Mideros. Un signo en el cielo (c.1930-1950). Óleo sobre yute, 250 x 180 cm. Museo Biblioteca Aurelio Espinosa Pólit, Quito.


Reflexiones finales


En el marco de nuestra actual América neobarroca y de su múltiple abanico de elementos, en el que se diluyen todo tipo de fronteras, entre ellas también las artísticas que por veces tienden a fundirse con la vida cotidiana, vuelven a cobrar vida los mitos, los ritos y las artes populares, a menudo fusionados entre sí. Y esta reafirmación excede lo meramente visual (objetual o performático) al hacerse aquellos visibles como componentes de un sistema artístico propio del continente, muchas veces al margen de los dictámenes que llegan desde los centros hegemónicos que pretenden, como diría Ticio Escobar, que sigamos asistiendo como espectadores pasivos a procesos ajenos o participando en el papel ya prefijado de eternos perdedores.


Vemos, en este sentido, multiplicarse las apropiaciones, por parte del arte “culto”, de dispositivos del arte barroco “histórico” y del arte popular, en plena vigencia: vírgenes, santos, altares, sangrantes corazones, ángeles, exvotos, tumbas populares, infiernos, monstruosidades, son reinterpretados hasta la saciedad. Proliferan las exposiciones sobre neobarroco en las que mayoritariamente las artes populares genuinas, signadas por un caudal inagotable de riqueza, quedan al margen, fungiendo únicamente de “inspiración” para otros. Asisten pues a una continuada usurpación de sus formas por parte de obras de nuevo cuño, ajenas a su sensibilidad, operación en las que sus funciones primigenias quedan desactivadas a fin de encajar bien en las categorías del sistema dominante.


En este marco regido por dictámenes centralistas, el barroco “histórico” americano y las artes populares mantienen vigentes sus respectivas luchas, uno por ser entendido en toda su dimensión y originalidad, despojado del carácter subsidiario al que se ha visto relegado mediante la coartada de seguir buscándole filiaciones congeladas respecto de referentes europeos, y las otras por dejar de ser consideradas como una suerte de “pariente pobre del arte”, cuando en realidad ambas están sirviendo de fertilizante salvador para reactivar ámbitos hegemónicos donde la escasez imaginativa y la repetición inocua están a menudo a la orden del día.


Rodrigo Gutierrez Viñuales, Argentina: Catedrático de Arte Latinoamericano en el Departamento de Historia del Arte de la Universidad de Granada, España. Miembro de la Academia Nacional de la Historia, Argentina. Su línea de investigación principal es el Arte Contemporáneo en Latinoamérica.

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